sábado, 10 de febrero de 2018

Topkapi


Topkapi había nacido para convivir con los hombres. Tan sólo utilizaba sus alas para trasladarse a diferentes puntos de la ciudad, nunca para ausentarse de ella y del contacto humano.
Topkapi era un bello ejemplar de paloma. Sin embargo los barceloneses no distinguen una paloma de noble aúrea del resto.
Un colomet normal y corriente parecía ser Topkapi. Esta paloma caminaba como sus congéneres, adelantando la cabeza a cada paso. Tenía una ligera tonalidad verdosa en el cuello. Emitía el mismo ronco y monótono sonido que cualquier paloma. Volaba, comía, desalojaba, fornicaba, dormía y ninguna de estas actividades denotaba la preclara estirpe de Topkapi.
¿En qué se diferencia Topkapi de sus compañeras ?
A esta pregunta hubieran podido responder los habitantes de Barcelona si supieran apreciar la casta de una paloma. Si veían a alguna pasear solitaria por el Paseo de Gracia, no concedían la menor extrañeza a tal actitud. Si las palomas dejaban un franco pasillo cuando caminaban los hombres, éstos no podían entender porqué, a veces, una de ellas se quedaba parada justo delante de su camino, como si no tuviera miedo de ser pisada. Simplemente, ante el obstáculo los hombres variaban a tiempo la dirección de sus pasos, y un nuevo corrillo alado estaba a su servicio.
Éstos, y muchos otros detalles, hubieran servido a los barceloneses para distinguir tipos de paloma. Pero no podían hacer tal cosa. Los hombres caminaban, comían, desalojaban, fornicaban, dormían en la seguridad de que las palomas, y los animales en general, eran entes vivos sin ser propio. No se daban cuenta que, tras la vulgaridad diaria del comportamiento de las palomas, existían individuos de singular condición.
Topkapi era uno de ellos. Lo habían parido con el estigma de oro en la frente. Y sólo las palomas que ya tenían el haz de luz supieron que un nuevo elegido acababa de nacer. El estigma era invisible a los ojos de la numerosa plebe de palomas y a la poca elástica mente humana.
A Topkapi les gustaba más la compañía de las personas que la de sus hermanos. Su estigma le obligaba a ello. No podía alienarse de la sagrada misión de las palomas que han nacido con el rayo de sol en la cara: ser el mensajero de su especie. Topkapi y los otros sacerdotes procuraban comunicarse con los hombres. Era una tarea perdida de antemano, ingrata y difícil. Pero estos mensajeros seguían luchando por
la utopía. Sin la utopía en el horizonte, su vida se mezclaría con la de las demás palomas: la pura supervivencia.
Las mayores esperanzas de Topkapi estaban puestas en el señor Juan. Era un viejo linotipista que ejercía para una empresa periodística. De joven había sido reportero de las frivolidades de la sociedad acomodada. Era especialista en todos los temas del corazón, menos los médicos. Los años, y los jóvenes con cultura y carrera, fueron apartando al señor Juan de la primera línea. Pasó a las oficinas, al trabajo de despacho, y de allí a tipografía. Aprendió el oficio de linotipista. y así pudo seguir vinculado al viejo y querido periódico. Al señor Juan le faltaban ya pocos años para jubilarse.
Antes de trabajar en el turno de noche, el viejo se había acostumbrado a las tardes de la plaza de Cataluña. Muchas veces compraba grano para las palomas. Fue de esta manera como se conocieron Topkapi y el señor Juan.
Despreciando el alimento, la paloma se alzaba orgullosa delante del viejo. Pero era tanta la algarabía de las plumíferas glotonas que el señor Juan apenas reparaba en Topkapi.
Con paciencia de santo, la paloma mostraba, día a día, su faz resplandeciente al señor Juan. Tenía motivos, Topkapi, para fijarse en el linotipista. Era un esbozo de anciano, olvidado paulatinamente por los vivos. Las palomas se convertirían en las mejores amigas del señor Juan. El aúrea le iba penetrando en el alma cada vez que Topkapi se mostraba ufano y erguido entre las palomas. Algún día hablaría con el viejo.
Una calurosa mañana, nuestra paloma, alejada de las otras, paseaba por las aceras de Marqués del Duero. Las prisas de los transeúntes no la arredraban. El estigma la protegía. Pensaba en el linotipista. Quizá, por la tarde se perturbaría al fin ante la majestad y la indiferencia por el grano.
De repente, Topkapi, se encontró con un océano de personas. Eran los participantes del primer cros popular de la ciudad. El áurea servía para uno o varios humanos. Pero la multitud, refugiada en su densidad, despreció el estigma y le perdió el respeto y el miedo. No iba a desviar la recta dirección de la carrera por una paloma clavada en la acera.
Topkapi aprendió tarde la lección. En aquellos instantes no bastaba ni el estigma ni el sol en toda su potencia, ni nada. Intentó torpemente huir de la avalancha. Unas anónimas zapatillas destrozaron las patas de la paloma. Topkapi quedó tendido, esperando la muerte, a pies de veinte mil pares de furiosas suelas. Los roncos gritos de agonía fueron apagados por el rugir de la carrera.
Horas más tarde, los empleados de la limpieza desenterraban, del chorreante y tórrido asfalto, una aplanada estampa de plumas y polvo. Y, en la ennegrecida y mugrienta pintura resaltaban dos inexpresivos ojos pintados por acuarela de vidrio.
Topkapi volaba, comía, desalojaba, fornicaba, dormía y moría igual que todas las palomas.
Un hilillo de sangre había corrido, hasta fundirse, por una antigua 
vía de tranvías. La ciudad aceptaba a Topkapi. A partir de entonces, la paloma se integraba a Barcelona y contribuía a darle un nuevo perfil.
Por la tarde,el señor Juan estaba triste. No prestaba atención a las cabezas gachas de las palomas, recogiendo bulliciosas el alimento. El inconsciente echaba en falta el aúrea. Miraba el caminar rutinario y apresurado de los hombres, atravesando legiones de palomas. El viejo lloraba.
Vio, entonces, una paloma que mantenía la cara levantada. Los viandantes torcían el rumbo, al encontrarla, erguida y orgullosa, parada en la misma estrella de la Plaza. En su negro cuello no existía borla alguna de color.
Aquella tarde, el señor Juan y la paloma de cuello negro hablaron de los hombres y las palomas. El estigma no había fracasado. En el oscuro raíl, Topkapi tuvo el día más feliz de su vida. 


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